Al final de su encíclica «El Evangelio de la Vida», Juan Pablo II señala que el cuidado de la vida necesita un profundo cambio cultural que «exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas… la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosa» (EV, 98). Este cambio cultural es muy importante en la perspectiva de lo que significa el 8 de Marzo, Día de la Mujer Trabajadora.
El 8 de Marzo es un valioso signo de la lucha por la igualdad de
derechos y deberes de hombres y mujeres, una importante expresión de la
lucha por la afirmación de la dignidad humana desde la diversidad. El
mundo obrero y del trabajo es un ámbito fundamental de esta lucha,
porque en él se sufre con dureza el empobrecimiento. Muchas mujeres del
mundo obrero y del trabajo, con empleo o sin él, están en esa situación
de empobrecimiento y vulnerabilidad por las injustas desigualdades de
las que son víctimas.
Hoy, cuando se está imponiendo un duro retroceso en los derechos
laborales y sociales de las personas con el pretexto de la crisis,
cuando se está sometiendo cada vez más la vida de trabajadores y
trabajadoras a las exigencias de la mayor rentabilidad económica (como
acaba de ocurrir con la reforma laboral), esta lucha por la igualdad es
especialmente importante. Porque las mujeres, por su situación de mayor
empobrecimiento y vulnerabilidad, sufren más ese retroceso de los
derechos laborales y sociales.
Precisamente, uno de los mayores enemigos de la igualdad y de la
dignidad humana es la mercantilización de la vida que domina nuestra
sociedad. Una mercantilización que tiende a poner precio a todo y que da
menos valor social, o ninguno, a lo que no tiene precio de mercado
(cuando no lo penaliza por considerarlo un obstáculo para la
rentabilidad económica). Este hecho es especialmente negativo para las
mujeres. Porque las mujeres han asumido históricamente una función de
enorme valor social pero habitualmente sin precio y, por tanto,
considerada de segundo rango: las tareas de cuidado de la vida, sobre
todo en el ámbito familiar. Las mujeres trabajadoras tienen muchas veces
que elegir entre empleo y tareas de cuidado, o compaginar ambas con la
sobrecarga que supone, o teniendo otras mujeres que hacerse cargo de las
tareas de cuidado a cambio de un salario con frecuencia muy bajo. No
debería ser así, pero lo es en el actual esquema cultural.
Para avanzar en la igualdad necesitamos un profundo cambio cultural para
combatir la mercantilización y conquistar socialmente el valor del
cuidado de la vida. A un alto coste las mujeres han cultivado y
conservado el valor del cuidado. Pero el cuidado de la vida no es algo
exclusivo de las mujeres. Hombres y mujeres necesitamos vivirlo, como
sujetos y destinatarios, porque es una necesidad humana fundamental. Y
lo es en todos los ámbitos de la vida: en la familia, en las relaciones
interpersonales, en las relaciones de trabajo, en la relación con la
naturaleza, en la vida social, en la acción política… No podemos vivir
humanamente sin cuidar los unos de los otros y del mundo en que vivimos.
En palabras de la teóloga Lucía Ramón, «necesitamos articular la
justicia y el cuidado, el sentido de la justicia y el sentido de la
gratuidad, en los sujetos femeninos y masculinos dejando atrás las
dicotomías y las jerarquizaciones del modelo patriarcal de sujeto y
“sujeta”. Y esa revolución antropológica requiere y ha de plasmarse en
nuevas estructuras sociales y políticas, porque, como nos ha enseñado el
feminismo en los últimos decenios, lo personal es político. Debemos
caminar hacia un nuevo contrato social capaz de crear la sociedad del
cuidado». Y para ello, «varones y mujeres necesitamos una revolución del
sentir en clave feminista para crecer a imagen y semejanza de Dios en
el amor y para hacer este mundo más habitable».
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