Reproducimos a continuacón esta entrada del blog de Fermín Anguita "Diamante Azul" que nos ayuda a mirar esas realidades cada vez más cotidianas en las que cada vez más personas se juegan su sustento y el de sus familias.
"Genaro
tenía una motillo quizá con más años que él. Remendada y cosida como su
propia vida. Pero la pobreza no llora ante los demás… Sonríe, siempre
sonríe. Y Genaro era el ejemplo claro y preciso de una existencia sin
camino a seguir ni proyecto vital. Nada de nada. Su pequeña mercancía
diaria, el mercadeo exiguo, el mercadillo más ambulante de todos: El que
cabía en el cajón de cartón que podía aguantar la trasera de la
motillo.
Y,
entre Genaro y el cajón cabía el chaval. ¿Cómo aquel hombre tan feo
podía ser padre de aquel querubín de ojos claros?... El niño no reía
tanto como el padre. Es más, no reía. Rubio como el sol y a la vez
inexpresivo, silente, de mirada perdida.
Genaro
extendía en cualquier lado un insólito muestrario de ropa interior
femenina y no pocos cartuchos con medias gruesas que las mujeres de
aquel barrio escrutaban y manoseaban antes de proceder a un regateo que
–a mí- siempre me pareció despiadado e irreverente.
El niño, mientras tanto, se limitaba estar sentado en el poyete mientras bailaba las piernecillas.
Mirando,
siempre mirando sin que ningún gesto delatase conducta alguna que no
fuese la indiferencia… Pero al final pudo más su corazón y mientras
Genaro recogía agachado los restos de aquel insólito supermercado de la
miseria, el chaveilla saltó del poyo, puso su brazo derecho sobre los
hombros de su padre y le apretó. No hizo falta más gesto para explicar
el amor más incondicional y absoluto.
De
esa escena han pasado veinte años y no habrá día en que aquel rubio de
ojos claros no recuerde como Genaro, su padre, le pudo dar de comer y
sacó a su familia adelante con aquel increíble baratillo que llevaba de
barrio en barrio. A el nunca le faltó de nada pero, por encima de todo,
no le faltó el orgullo de ser hijo de aquel hombre pobre, muy pobre,
inmensamente pobre pero que enseñó a su hijo algo tremendo: El valor de
la dignidad y la honradez.
Hace
muy pocas semanas, un joven guineano muy posiblemente tan culto o más
que un licenciado, bien vestido y yo diría que hasta extremadamente
delicado vendía su mercancía por los bares de mi ciudad. Delataba su
‘condición’ el hecho inevitable de soltar un ‘por favor’ o ‘gracias’
cada cinco segundos.
Nadie
le compró nada, pero él no perdió ni la sonrisa ni la educación.
Hubiera sido uno más de tantos cuantos ‘alteran’ nuestra capacidad de
ignorarlos y hacerlos invisibles, si no hubiese sido por aquel precioso
crío de ojos oscuros, negro como la mismísima noche, de pelo ralo y
sonrisa blanca… Un crío que apareció de la nada, al que se le escapó un
gritito y un “¡paapi!” y que posiblemente esperaría con la madre en la
puerta, un crío bien vestido y tan educado o más que el padre. Otra
historia más que hubiese sido increíble conocer. El hombre, discreta
pero contundentemente, intentó sacar a su hijo de una escena en la que
él, necesariamente, se sabía el único actor posible; pero el niño se
empeñó en colaborar con el trabajo paterno y con sus apenas seis años se
sacó de la nada una tortuguita de cerámica y la puso sobre nuestra
mesa. No pidió ni dijo nada, pero sabíamos que la vendía. Y se la
compramos por tres vergonzosos euros. Si, se la compramos. E hicimos
bien, muy bien.
Lo
siento, reitero que hicimos bien incluso por los que podáis
escandalizaros. No por tres euros, si no por que aquel niño tenía plena
consciencia de cómo se ganaba su padre la vida y entendía que aquello
era lo correcto. A ninguno de los allí presentes ni se nos pasó por la
imaginación que el hombre aprovechase la impronta de su propio hijo para
mendigar un sustento, no. Ni mucho menos. Eran más de las doce de la
noche, sí, pero ese hombre estaba luchando por los suyos de una manera
honesta, sencilla y seguramente tan real como veinte años antes observé
en Genaro. Cambiaban las formas, pero no el fondo que anida en la
profundidad inmaculada de la dignidad de los hombres y mujeres, de las
personas. Ese niño, negro como la noche, seguro que tendría en su padre
al héroe que aquel rubio como el sol tuvo en el tío de la motillo. Uno
tuvo y el otro tiene la clarividencia suficiente, en su niñez, del
trabajo duro pero a la vez grandioso por el hecho innegable de su
sencillez, de su humildad, de la entrega, del sacrificio por lo más
sagrado del mundo: Los hijos. El rubio ya había crecido, el negrito
tendrá tiempo de hacerlo sintiendo la certeza de que los héroes existen y
que tu propio padre puede ser uno de ellos solo por haber sido capaces
de mirar de frente, con la barbilla levantada y pensando siempre en que
habría un pequeño por el que luchar.
Eso
sí… Un niño siempre es un niño y cuando al negrito le pagamos la
tortuga meditó unos deliciosos instantes e hizo ademán de querer
quedarse aquella pequeña mercancía que acababa de vender, mientras nos
escrutaba a todos con una mirada incierta cuajada de interrogantes. Al
unísono nos dimos cuenta de que, por un extraño designio, alguien nos
estaba dando en ese instante toda una lección de amor. "
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