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(Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger)
Fuente: Religión Digital
Algo tiene la guerra que
atrae al hombre, como si fuese el fruto prohibido del árbol más a la vista
y más hermoso del jardín. Algo tiene. Será por el riesgo que se corre, será por
la victoria que se espera, será por la gloria que se desea. Será tal vez porque
te hace sentir dueño de vidas ajenas, más grande que el caído, más poderoso que
el vencido.
La guerra es tan atractiva y deseable como pueda serlo el bien, como pueda
serlo el mal. Y es tan perversa que, si la reconoces necesaria, tendrás
que reconocerla justa; y si la reconoces justa, habrás justificado la muerte de
tu hermano. Una guerra no ata las manos de Caín: lo clona.
Encendí el televisor. Hablaban de Libia. En las imágenes un caza en llamas
se estrellaba contra el suelo. No ves cadáveres, pero sabes que están allí.
Y antes de que la razón haga preguntas, el sentimiento ha hecho ya sus opciones.
Aquellos muertos ni duelen si son de los otros; duelen si los reconocemos
‘nuestros'; duelen hasta hacerme daño si son ‘míos'. Y como todavía no sabes de
quién es el caza que has visto caer, todavía no sabes cómo aquellas muertes te
han de doler.
¿Es que no lo aprenderemos nunca?: ¡En la guerra sólo matamos a hermanos!
En la guerra, ¡a Caín lo clonamos!
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